martes, 16 de abril de 2013

Silencios comparti-dos y abrazos desmedi-dos.

Cuando un brazo rodea parte de tu espalda, envuelve el cariño en pequeñas dosis para ser repartidas en situaciones selectas, hace un refugio en el que esconderte por unos minutos de ese alocado tránsito por el mundo. Ese brazo permite que tu cabeza repose en el regazo y el silencio compartido, que supura por los poros de la piel, te regala la posibilidad de acompasar tu respiración a los latidos del corazón sobre el que apoyas tus ideas sopesadas y reprimidas. En ese momento, los párpados caen, rechazan la luz y se sitúan a la altura de la paz interior, dónde no existe el dolor, dónde las heridas no supuran, dónde lo humano es esencia pura. Se olvida, se siente, se es.

Cuando una mano te aprieta con una fuerza justa, mínima y casi imperceptible, recoge las inseguridades en bolas de cristal que lanza tan lejos de una que dejan de ser percibidas; te muestra la grandeza de los pequeños gestos y te indica que hay una manera real y palpable de sentirse a salvo. Esa mano acompaña la serenidad de tu cuerpo, hace que los músculos se distiendan, las frustraciones se disipen y la sonrisa sea protagonista de un rostro sereno y tranquilo. En ese momento, las tensiones desaparecen, se ocultan y se convierten en reflejos opacos de un mundo gris, dónde no existe la libertad, dónde las ansiedades florecen, donde lo humano pierde su sentido. Se relega, se descubre, se es.

Cuando el abrazo detiene las agujas del reloj, anula las contradicciones y las reduce al absurdo, te enseña que en las sombras de dos cuerpos entrelazados florece el cariño, detona la complicidad y deja un hueco a la amistad. Ese abrazo transita entre dos almas, sosiega el corazón, le da un impulso de vida durante al menos diez segundos más. En ese momento, la piel deslumbra, las caricias son palpables y se sitúan a nivel del suelo, dónde no existe el rencor, donde las cicatrices guardan su forma, dónde lo humano es hablar de dos. Se pasa página, se transforma, se es.   

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