martes, 1 de febrero de 2011

La quería...

Allí estaba por fin descansando con el cuerpo tendido sobre un lugar cómodo, mullido y acogedor, reposando las ideas, calmando la ansiedad constante que días atrás había inundado sus días. Sin mediar palabra, sin hacer el más mínimo gesto que delatara su profunda crispación escuchó el teléfono y como si algo dentro de ella le anticipara una triste noticia pasó la llamada a la otra persona que llenaba sus días de felicidad. Un nombre, un final, una vida acaban de esfumarse como si nada… Otra vez… promesas incumplidas, sueños rotos, visitas frustradas, cariño sin derramar y un profundo afecto si poder ser depositado en ese ser del que sólo guardaba buenos recuerdos. De nuevo y al mismo tiempo que escuchaba como se colgaba el teléfono, su mente se puso en marcha a un ritmo vertiginoso, enlazando un pensamiento con otro, aireando las malas emociones y traduciéndose en dos lágrimas que corrían por su cara como si temieran ser cogidas presa. Nada podría hacerla que se pusiera en marcha, excepto una cosa un buen olor a café y ese sabor mezcla de amargo y dulce sintiéndolo por su garganta. Así fue, agarró fuertemente la taza, volcó en ella sus miedos, fue capaz de dejar atrás el cansancio que la tenía tumbada en el sofá y revivió para acompañarla en su último día. Acudía al lugar que tanto detestaba con un pensamiento en su cabeza, la quería, como se quiere de verdad a una persona, sin dobleces, sin exigencias, con respeto y con una profunda admiración. Un cariño sincero que había cedido el paso al dolor de ver como alguien puede abandonarse en vida, porque ve caer empicado lo que con tanto esfuerzo ha intentado construir a lo largo de tantos y tantos años. Ese dolor que sentía al verlo en sus ojos, en su piel, en su voz… le acobardaron, le hicieron retroceder, guardarse el cariño en el bolsillo y ceder al poder de la adaptación, dejar de verla por el puro egoísmo de quedarse con una imagen mejor, con la historia pasada, con los momentos vividos, con la ilusión de abrir un regalo el día de su cumpleaños, con esa sonrisa y esos abrazos en casa, sentadas al brasero, dejándose inundar por sus vivencias, por su manera de ver la vida y de entenderla hasta al final. Al llegar a casa al cabo de las horas comprendió que no podía dar marcha atrás en el tiempo para decirle que la quería pero estaba convencida, o al menos se empeñaba en estarlo, de que ella lo sabía, que lo había intuido por sus visitas, por su sonrisa y por el brillo de su alma al sentirse agradecida por haber podido tener un hueco en la historia de su vida. Con ese pensamiento mucho más tranquilizador consiguió dormirse y macerar las emociones con la almohada hasta que la semana diera la bienvenida a una nueva. Descansó, sin dejarle un hueco en sus sueños al remordimiento ni a la culpa, sólo a la satisfacción de haber hecho todo cuanto estaba en su mano para demostrarle cuánto la quería.