jueves, 25 de octubre de 2012

Congelando instantes

Ojalá se pudiese parar el tiempo, detenerlo a medio camino antes de que los acontecimientos hagan reacción en cadena y como un dominó puesto en fila empiecen a derrumbarse por un sólo soplo de aire.

Ojalá se pudieran congelar los instantes, meterlos en una botella de cristal y tirarlo al mar cómo los mensajes de los enamorados y que, en otra orilla a miles de km, alguien lo abra y le de continuidad.

Ojalá se pudiese detener el paso de la oruga a mariposa justo en el momento en el que la mariposa empieza a batir las alas y se siente en la otra parte del mundo.

Ojalá se pudiese decidir cuándo poner el punto y final a una conversación o a una historia, mucho antes de que se avecine el vendaval y las hojas corran por el pasillo como si del viejo oeste se tratase.

Ojalá se pudiesen convertir las personas por un segundo en máquinas a las cual desenchufar antes de que alzasen la voz o empezasen a destruirse por dentro como esos huracanes que dejan derruido todo a su alrededor.

Ojalá, insisto, hubiese una tecla secreta a la que echar mano en momentos de crisis, en los que el trueno de los ocho de la mañana te avisa que indiscutiblemente todo lo que mal empieza, mal continua y peor acaba. 

Entre parar el tiempo, congelar instantes, detener la evolución, convertir a las personas en máquinas o descubrir esa tecla secreta, hay millones de decisiones que se toman en décimas de segundo y que, por desgracia, no consiguen evitar que el dominó se caiga, que la mariposa renazca, que la conversación se acabe o que el huracán deje de destruir ciudades, personas y momentos.  

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