miércoles, 21 de septiembre de 2011




Cuando bajaba la escalera he estado a punto de resbalarme y por arte de magia mis neuronas han empezado a conectar recuerdos y una imagen se ha quedado fija en mi retina tan real como si la estuviese viendo justo en ese momento. Una tarde de verano muy calurosa estaba sentada en una cafetería con una buena amiga, absorbiendo a sorbos pequeños una conversación sobre el ayer, los mismos temas de siempre que hacían que el café se alargara durante horas. De repente, como si el cielo se hubiese cabreado con su peor enemigo empezó a caer un gran chaparrón. Mientras estábamos viendo llover con la seguridad que da está bajo techo, los rallos interrumpían la conversación y hacía que nos mirásemos asombradas analizando cómo era posible tal tormenta en pleno mes de julio. Una auténtica gozada disfrutar de los caprichos de la naturaleza con una conversación pausada, íntima, como si las agujas del reloj se hubiesen caído a la basura y nada ni nadie pudiese cortar aquella complicidad. Por cada crujido del cielo en forma de trueno un escalofrío nos recorría la espalda, con disimulo subiendo hasta el mismísimo cuello y se transformaba en miedo, un miedo como el de los niños que nos hacían abrazarnos cuando se iba la luz en casa. Ahora... cuando el verano ya está dejándole un hueco al otoño, me pregunto en qué cajón de mi memoria se guardaran esos preciados recuerdos que hacen que no deje de soreir por saber que hubo alguien, al otro lado de la mesa, dispuesta a disfrutar de un café de horas en compañía de una tormenta de verano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario