Hacerle caso al impulso de desbordar la ansiedad en letras, de plantear una duda al aire sobre la maldad humana y los recovecos del cerebro. Cuán dañada tiene que estar una persona para invadir la libertad del otro, para hacer del libertinaje su propia bandera, para alzar las armas y destruir las almas de las víctimas.
La razón no me alcanza para entender cómo cada vez se perfeccionan más los instrumentos de tortura, se hacen más silenciosos para acallar la culpa, tan sofisticados que enmascare el asco y tan burdos que desaten la locura y entierren la conciencia. Cómo de destruido tiene que estar uno por dentro para que aun viendo el sufrimiento ajeno no se tenga empatía por alguien tan parecido a ti.
Los fantasmas del pasado se apoderan de los sentimientos, confunden los recuerdos y entremezclan los esquemas. Se agazapan detrás de la cortina y a la más mínima te hacen saltar las alarmas y atacar por pura defensa.
La gula aumenta el deseo de venganza, la soberbia te hace pensar que eres invencible, la pereza te convierte en débil, la avaricia abarata los costes de la guerra, la envidia te sitúa a la cabeza de todas las comparaciones, la lujuria inventa fetiches asquerosos y la ira, malévola e insensata, destruye todo a su paso dejando efectos colaterales.
Ese deseo de venganza es tan fuerte que suprime el control, engrandece el odio y redime a la ignorancia. Desordena los tornillos de la cabeza y esparce las tuercas a las manos de los cobardes. Quién provoca que se encienda la mecha y en qué momento se diluyen tanto los límites para que todo valga. Me resigno a creer que es la naturaleza primitiva del hombre, su instinto de muerte. Abandonarse a la suerte de hacer justicia por ese ego que crece en las entrañas y nubla la razón.
Dónde poner el punto y final a tanto daño, a ese ocultarse detrás de religiones, mentiras enredadas, máscaras de acero y corazones de piedra. Malditos insensatos que creen que tienen el poder de ponerlos en la balanza y que pese más la muerte. Cómplices silenciosos que permiten que venzan los malos que se vanaglorien triunfantes alzando sus banderas. Definitivamente me convenzo de que a pie de calle está el infierno.
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