Cáscara de nuez que se abre al
primer golpe seco dejando al descubierto su corazón de carne, sabroso, saciador
y crujiente. Se vacía de todo dejando huecos que parecen cavernas donde guardar
secretos y alejarlos de la vista de los tozudos indiscretos.
Cáscara de nuez que al tacto
recuerda a esas montañas que quedan por escalar con los valles a sus pies
pidiendo ser descubiertos para encontrarse a salvo. Se parte en dos mitades tan
parecidas que no son si la otra no existe, encajan y todo cuadra, paradoja, en
forma ovalada.
Cáscara de nuez que puede
transformarse en barco navegando a la deriva en un lugar tan inusual como el
lavabo de un bar. Se deja sentir balanceándose por el agua que la dirige a
rincones perdidos en el recuerdo del ayer.
Cáscara de nuez que acaba
convirtiéndose en una vela improvisada que alumbra el camino oscuro de la
incertidumbre. Se quiebra la opacidad de la noche abriendo paso a una inusitada
claridad que despierta los seis sentidos, se cuela la intuición a capitanear el
barco.
Si se pudieran escalar montañas
en barcos de cáscaras de nuez, si se pudiera navegar en mar abierto alumbrado
por la cera de abeja en mitades perfectas… Si todo eso fuese posible dejaría de
ser real. No sería necesario descubrir
valles para sentirse en paz. Ni convencerse de que el agua equilibra los miedos
y permite proseguir. No sería necesario que en las noches más oscuras se
utilizara un sentido distinto que complemente, equipare y de unidad a esas
cáscaras de nuez que juntas se ensamblan
en una, el todo hecho de dos.
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