miércoles, 23 de abril de 2014

DESESPERACIÓN


No podía ocultar la extraña sensación que le producía la llegada de la primavera, el clarear del cielo, el brillo del sol calentando su cuerpo a medio día y la cubierta verdosa que firmaba la paz entre las aldeas más cercanas. Relataba la vieja costumbre que tenía desde hace ya demasiados años, de recibir la nueva estación con una mezcla de desazón y orgullo más propia de quien contempla la vida con la voz de la experiencia. No hacía mucho tiempo que había dejado de asombrarse por la rapidez con la que se arrancaban las páginas en el calendario a la par que aparecían canas en su cabellera rizada y fuerte.

El otoño de frescos atardecer en los que los viandantes debían apartar las hojas de los árboles para pasear, se había quedado atrás; testigo fiel de su recién consolidada madurez y leal compañero de las tardes de espera desesperada con una copa de pacharán removiéndose entre las manos. Pretendía olvidar los sudores fríos que le provocaba el silencio sepulcral del teléfono y las veces que había levantado el auricular ansiando encontrar su voz al otro lado de la línea. No necesitaba confirmación de la locura añadida a un corazón cansado ya de esperar, que latía cada vez más lento y que se sobresaltaba ante las cabezadas interrumpidas por el reloj de la pared que marcaba, como cada día, las doce campanadas.

Demasiado atrás quedaban los días excesivamente cortos en los que tiritaba su alma en busca de un lugar donde poder refugiarse del frío que se colaba hasta en sus entrañas y le dejaba congeladas las ideas, suspendidas en el aire sin encontrar conclusión alguna. Ahuyentaba los recuerdos agrietados de la soledad de una cama que tenía la silueta aún caliente del amor perdido. No quería aceptar que su marcha no tenía retorno, que su huida en búsqueda de la felicidad no era una amenaza más de la larga lista de reproches a media luz.

Con el compás de las agujas del reloj, marcaba sus propios límites a las dudas que le taladraban la cabeza con el tic-tac constante. Aterrizaba en la mesa de camilla, con sus manos cuarteadas en las que se veía el paso de los años en cada línea superpuesta, en las arrugas que decoraban su mayor virtud, unos dedos de pianista venido a más que apostaba por descubrir cada palmo de un cuerpo que ya no era suyo, ni de nadie. Anhelaba acariciar despacio acompasando su respiración a los latidos acelerados de un corazón palpitante de ganas, rebosante de deseo.

Como cada 23 de abril había recorrido con la mirada las cuatro hileras de su estantería, descartando algunos tomos demasiado densos para su ya cansada vista o excesivamente románticos para su maltrecho corazón. Se dejaba guiar por la intuición, rechazando autores consagrados y reposando la atención en esos autores nóveles que pasan desapercibidos para los académicos. No recordaba en qué momento de su infancia quedó prendado de la lectura pero sabía, a ciencia cierta, que le había salvado de multitud de desgracias y le había dado refugio cuando no encontraba consuelo en otro ser humano. Los libros le habían abierto las puertas de mundos paralelos muy distantes del suyo en los que conocer diversas formas de amar y ser amado e innumerables maneras de sobrevivir al desamor, a la partida de la persona, a la soledad impuesta no elegida.

Como cada año por estas fechas, acumulaba el deseo de saber, de recordar viejas historias, de descubrir fragmentos nuevos, daba al traste con el desengaño y abría las páginas del libro. Un lunático y soñador que acababa eligiendo el ejemplar por la dedicatoria que tenía un sentido, y a la que atribuía un significado en función de cuál fuese su estado de ánimo en ese momento. Buena elección, decía para sus adentros e inhalando el aroma que desprenden los libros ya usados, sonría y reflejaba un brillo distinto su mirada.

Con la lectura las agujas del reloj parecían coger carrerillas y se peleaban las horas por ir corriendo al encuentro de la luna. No había para él mejor manera de invertir el tiempo que escuchando el canto de los pájaros como única banda sonora de los primeros atardeceres de la primavera, que llenaban el cielo de colores a modo de lienzo combinados entre sí, rosa, amarillo, azul, morado… y algún otro color que se colaba entre los rayos de un sol que se despedía debilitado.  

Hacía meses que su estómago no aceptaba raciones más grande de lo que cupiese en la palma de su mano, tenía los nervios hincados y agarrados a cada poro de su piel y no era capaz de desprenderse del sabor amargo que da el saberse derrotado. Que traicionero es el miedo cuando se instala en el hogar de uno dispuesto a sobrevivir a la razón y dejar tocado y hundido al corazón. La hora de la cena era, con diferencia, el peor momento porque el cuerpo le pedía hacer balance con otra alma de lo sucedido durante día y no encontraba un corazón latiendo al otro lado de la mesa. Detestaba hablar sólo pero su voz era lo único que en el silencio de la noche conseguía calmarlo.

El sentido de presencia, que llaman los entendidos a lo que como otras personas él sufre, acababa por quitarle cordura a su ya desestructurada cabeza. No entendía cómo era posible sentirse acariciado por una sombra fruto de algo tan humano, como echar en falta y necesitar a ese alguien a tu lado. Era capaz de oler su perfume recién pulverizado en el dormitorio que tenían en común y de verse buscando entre su ropa restos de cabellos negros y puros que le hiciesen creer que aún estaba allí. Maldita soledad, pensaba, al comprobar en el espejo la ausencia en la habitación y el vacío en el hueco de la cama.

Había inventado diversas formas de aliarse con Morfeo y mano a mano derrotar a un insomnio que era el único fiel que jamás lo dejaba de visitar, noche tras noche. Ojeaba tres ejemplares encima de su mesilla de noche y elegía esta vez al azar, cuál de ellos acabaría por caérsele en la cara cuando el sueño ganase la partida. Cogía una pluma grabada en 1947 en aquella joyería elegante, Zafiro se llamaba como la piedra preciosa, de un azul brillante que deslumbraba con solo mirarla de soslayo. Agarraba la pluma imprimiendo el peso justo para poder ser deslizada por el folio imaginando frases elocuentes con las que sorprender a su amada cuando, cansada de buscar fuera, volviese a su encuentro buscando refugio entre sus flácidos brazos. Nunca encontraba la sentencia perfecta que consiguiese aunar y dar coherencia a sus sentimientos en plena ebullición adolescente, a su edad aún se consideraba un chaval en cuanto a emociones se refiere.

Esta vez no había tenido suerte, estaba despierto como si fuese pleno día y había desistido de seguir intentando dormir por lo que deambulaba por la casa, de habitación en habitación. Iba enlazando recuerdos que se hacían vívidos y traían al presente sensaciones pasadas, discusiones combatidas con caricias, besos robados antes de irse a trabajar y planes de futuro, de un futuro interrumpido por una decisión postergada que había acabado por dar al traste con expectativas comunes en el idioma de dos. Sus piernas no resistían ya tantas horas en vela y acabaron por reclamar a gritos una tregua. Se sentó en el sofá, irguió la cabeza y apoyó los codos en las piernas formando un ángulo recto con la barbilla, esa era una postura que adoptaba cuando necesitaba pensar. Oh Dios mío, dijo suspirando y soltando todo el cansancio acumulado en estos meses. No se consideraba creyente salvo, como la mayoría de las personas, en situaciones difíciles en las que se convierte en necesidad acudir a alguien buscando consuelo o para ser el centro de la diana de toda culpa.

Los primeros rayos del sol se colaban a través de la cortina y le despertaba del breve duerme-vela en el que había caído rendido a última hora. Sólo el agua bien fría conseguiría despejar sus ojos y desenredar sus cabellos enmarañados. Se había propuesto justo antes de la cabezada, que esta vez saldría a la calle a esperar en el banco de siempre, alentado por un pálpito o una intuición breve apenas descifrable que le hacía creer que había llegado el momento del reencuentro.

Eligió de entre su rebosante armario una camisa sobria en blanco roto a la que alegrar al combinar con una corbata azul oscuro con lunares diminutos de una tonalidad inferior. Seleccionó su pisa corbata favorito de la misma joyería que la pluma del desvelo con detalles en oro y grabado con sus iniciales E.R.S. Unos pantalones de pinza, ajustados a su cintura con un cinturón de cuero que dejaba a la vista un cuerpo esmirriado que había ido perdiendo peso progresivamente. Como seña de identidad y máxima elegancia unos náuticos recién limpiados con la paciencia y pulcritud necesarias. Justo antes de salir, echó un vistazo en el espejo de la entrada, se le había olvidado coger su mascota verde militar que apoyó con delicadeza sobre su cabeza. Estaba listo, podía salir tranquilo.

Caminó con la cadencia justa, imprimiendo en cada pisada una duda no resuelta de los días pasados y afianzando la idea de que hoy iba a ser el gran día. Alargaba la velocidad de sus pasos a la vez que ralentizaba su imaginación instalándose en el ahora y disfrutando del silencio de un barrio que aún no había amanecido. Llegó sin aliento, carcomido por la necesidad inherente de encontrar sentido a su entusiasmo. Observó, con la distancia justa, el banco que también tenía garabateada sus iniciales pero esta vez unidas a la de su amada formando un todo armonioso que sí que daba sentido a la espera. Una paloma apoyaba sus patas en el extremo del banco a la que consiguió apartar con un movimiento sutil de su sombrero, descartando el mensaje que pudiese haberle traído. Y se sentó sin más dilación, a esperar.

De repente reconoció entre el aire circundante un aroma peculiar, una colonia que había estado pegada a cada poro de su piel antaño, y giró la cabeza preso de una angustia desmedida intentando cruzar su mirada con los ojos color miel que tanto había echado de menos. Desafortunadamente no era su mujer, era otra señora con aires de grandeza que se permitía llevar encima un perfume de tan alta categoría. Se le encogió el corazón, se estremeció de los pies a la cabeza y se quedó vacío. Decidió combatir la ansiedad tarareando su canción favorita esa con la que inició el baile de bodas y que sirvió de preliminar de la noche de mayor sexo de su vida, en la que besó sin parar y lamió por encima de sus posibilidades. Con sólo entonar las primeras notas musicales era capaz de sentir las caricias de esa noche y estuvo a punto de revivir el orgasmo más placentero de su existencia.

Sintió una mano posarse en su hombro, cerró los ojos intentando no despertar del sueño, los abrió con temor por si se rompía la burbuja mágica que envolvía el ambiente y se inclinó hacia atrás buscando el brazo al que pertenecía esa mano. Con la suya propia agarró fuerte la mano y la dejó cinco segundos que a modo de cuenta atrás le permitieron armarse de valor para alzar la mirada y reencontrarse con ese ser que respiraba a su lado. “Buenas tardes amor, ¿se te ha hecho larga la espera?” una pregunta impertinente que sobraba en el reencuentro tres años después. Un silencio por respuesta y un grito contenido a la altura de la garganta que aprisionaba el aire en sus pulmones impidiéndole respirar. “Aquí me tienes mujer, sigo siendo tuyo” contestaron sus ojos y dos lagrimones cayeron a borbotones por su mejilla. Unos dedos delicados rescataron las lágrimas a medio camino provocando que se le erizaran los bellos de su piel, no lo pudo evitar y los besó con mimo devolviéndole la vida.

La mujer que ocultaba su impaciencia detrás de las gafas de sol acabó por guardar silencio, obviando las excusas declamando con sus gestos el perdón de su hombre. No existía justificación alguna para su ausencia salvo una aventura que había durado más de lo debido, durante la que había aprendido que su alma estaba incompleta y sólo encontraría consuelo regresando a casa. Se sentó a su lado dejando caer todo el peso de la culpa sobre el banco y suspiró. Sería capaz de perdonarte hasta que me hubieses sido infiel, se atrevió a pensar él. Le vendería hasta mi alma al diablo por recuperar una vida en común contigo, sentenció ella. Sus corazones acelerados sincronizaron sus latidos, las inspiraciones a velocidad de vértigo se atropellaban con las espiraciones y les temblaban hasta las arrugas de los rostros ya curtidos por el paso del tiempo. Y, a modo de exhalación, ambos susurraron un te quiero, apenas audible, demasiado mudo para ser verdad.

No hubo más preguntas que las que inquirían sus ojos mientras aunaron sus ganas, desecharon sus miedos y se entrelazaron en un abrazo. Las manos de él apretaban la espalda de ella, atravesando hasta la ropa y acariciando la piel. La cabeza de ella buscaba el hueco justo de la clavícula de su amor, donde reposar el desengaño y coger fuerzas para arrepentirse de su partida. Se paró el tiempo, se congeló el pánico y floreció el deseo. Un deseo de amarse más allá del tiempo perdido, por encima de un futuro en común. Deshicieron el abrazo y encajaron sus manos de manera perfecta, se levantaron del banco con sus iniciales dentro de un corazón e iniciaron la vuelta a casa. A toda prisa, sin interrupciones, dispuestos a quitarse la ropa a bocados a pesar de su edad o de que sus dedos temblorosos no atinasen a desabrochar los botones de su blusa o bajar la cremallera de su pantalón.

Se habían equivocado, hasta el amante más desastroso hubiese recordado como desnudar al otro cuando lo tuviese frente a frente. Embistió él despacio, con la velocidad justa, sin hacer daño, no siendo traicionado por la falta de práctica. Se dejó penetrar ella mientras dejaba caer su sujetador al suelo y contempló su silueta demasiado madura en el espejo. Eran desmedidamente adultos casi rozaban el límite de la ancianidad pero se descubrían el uno al otro como si fuesen niños, traviesos, juguetones y divertidos. Estallaron de puro placer primero ella, luego él… no importaba el orden, los dos habían conseguido sentirse plenos y satisfechos. Exhaustos se esparramaron en la cama con las sábanas desordenadas y la ropa desperdigada por la habitación.

Se hizo el silencio, ya no había palabras lascivas, no existían las ansias por amarse, era el momento de aterrizar. Aquí estaban los dos, tres años después de que ella decidiese coger la puerta y marcharse, tres años en los que él se había vuelto loco esperándola. Ahora fue él quien rompió el silencio para recoger todas sus cosas, sacar del armario una maleta que había preparado meses atrás y en la que aún había hueco para los libros de la mesilla testigos de su recién recobrada sexualidad. Cerró la cremallera de la maleta, se vistió con calma mientras ella desconcertada no daba crédito a lo que veían sus ojos. Se escuchó un portazo seco y firme y una nota se coló por debajo de la puerta: “Tu partida me quitó la vida, ahora pienso recuperarla. Hasta siempre, mi amor”
   
23 DE ABRIL DE 2013

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