No podía ocultar la
extraña sensación que le producía la llegada de la primavera, el clarear del
cielo, el brillo del sol calentando su cuerpo a medio día y la cubierta verdosa
que firmaba la paz entre las aldeas más cercanas. Relataba la vieja costumbre
que tenía desde hace ya demasiados años, de recibir la nueva estación con una
mezcla de desazón y orgullo más propia de quien contempla la vida con la voz de
la experiencia. No hacía mucho tiempo que había dejado de asombrarse por la
rapidez con la que se arrancaban las páginas en el calendario a la par que
aparecían canas en su cabellera rizada y fuerte.
El otoño de frescos
atardecer en los que los viandantes debían apartar las hojas de los árboles
para pasear, se había quedado atrás; testigo fiel de su recién consolidada
madurez y leal compañero de las tardes de espera desesperada con una copa de
pacharán removiéndose entre las manos. Pretendía olvidar los sudores fríos que
le provocaba el silencio sepulcral del teléfono y las veces que había levantado
el auricular ansiando encontrar su voz al otro lado de la línea. No necesitaba
confirmación de la locura añadida a un corazón cansado ya de esperar, que latía
cada vez más lento y que se sobresaltaba ante las cabezadas interrumpidas por
el reloj de la pared que marcaba, como cada día, las doce campanadas.
Demasiado atrás
quedaban los días excesivamente cortos en los que tiritaba su alma en busca de
un lugar donde poder refugiarse del frío que se colaba hasta en sus entrañas y
le dejaba congeladas las ideas, suspendidas en el aire sin encontrar conclusión
alguna. Ahuyentaba los recuerdos agrietados de la soledad de una cama que tenía
la silueta aún caliente del amor perdido. No quería aceptar que su marcha no
tenía retorno, que su huida en búsqueda de la felicidad no era una amenaza más
de la larga lista de reproches a media luz.
Con el compás de las
agujas del reloj, marcaba sus propios límites a las dudas que le taladraban la
cabeza con el tic-tac constante. Aterrizaba en la mesa de camilla, con sus
manos cuarteadas en las que se veía el paso de los años en cada línea
superpuesta, en las arrugas que decoraban su mayor virtud, unos dedos de
pianista venido a más que apostaba por descubrir cada palmo de un cuerpo que ya
no era suyo, ni de nadie. Anhelaba acariciar despacio acompasando su
respiración a los latidos acelerados de un corazón palpitante de ganas,
rebosante de deseo.
Como cada 23 de
abril había recorrido con la mirada las cuatro hileras de su estantería,
descartando algunos tomos demasiado densos para su ya cansada vista o
excesivamente románticos para su maltrecho corazón. Se dejaba guiar por la
intuición, rechazando autores consagrados y reposando la atención en esos
autores nóveles que pasan desapercibidos para los académicos. No recordaba en
qué momento de su infancia quedó prendado de la lectura pero sabía, a ciencia
cierta, que le había salvado de multitud de desgracias y le había dado refugio
cuando no encontraba consuelo en otro ser humano. Los libros le habían abierto
las puertas de mundos paralelos muy distantes del suyo en los que conocer
diversas formas de amar y ser amado e innumerables maneras de sobrevivir al
desamor, a la partida de la persona, a la soledad impuesta no elegida.
Como cada año por
estas fechas, acumulaba el deseo de saber, de recordar viejas historias, de
descubrir fragmentos nuevos, daba al traste con el desengaño y abría las
páginas del libro. Un lunático y soñador que acababa eligiendo el ejemplar por
la dedicatoria que tenía un sentido, y a la que atribuía un significado en
función de cuál fuese su estado de ánimo en ese momento. Buena elección, decía
para sus adentros e inhalando el aroma que desprenden los libros ya usados,
sonría y reflejaba un brillo distinto su mirada.
Con la lectura las
agujas del reloj parecían coger carrerillas y se peleaban las horas por ir
corriendo al encuentro de la luna. No había para él mejor manera de invertir el
tiempo que escuchando el canto de los pájaros como única banda sonora de los
primeros atardeceres de la primavera, que llenaban el cielo de colores a modo
de lienzo combinados entre sí, rosa, amarillo, azul, morado… y algún otro color
que se colaba entre los rayos de un sol que se despedía debilitado.
Hacía meses que su
estómago no aceptaba raciones más grande de lo que cupiese en la palma de su
mano, tenía los nervios hincados y agarrados a cada poro de su piel y no era
capaz de desprenderse del sabor amargo que da el saberse derrotado. Que
traicionero es el miedo cuando se instala en el hogar de uno dispuesto a sobrevivir
a la razón y dejar tocado y hundido al corazón. La hora de la cena era, con diferencia,
el peor momento porque el cuerpo le pedía hacer balance con otra alma de lo
sucedido durante día y no encontraba un corazón latiendo al otro lado de la
mesa. Detestaba hablar sólo pero su voz era lo único que en el silencio de la
noche conseguía calmarlo.
El sentido de
presencia, que llaman los entendidos a lo que como otras personas él sufre, acababa
por quitarle cordura a su ya desestructurada cabeza. No entendía cómo era
posible sentirse acariciado por una sombra fruto de algo tan humano, como echar
en falta y necesitar a ese alguien a tu lado. Era capaz de oler su perfume
recién pulverizado en el dormitorio que tenían en común y de verse buscando
entre su ropa restos de cabellos negros y puros que le hiciesen creer que aún
estaba allí. Maldita soledad, pensaba, al comprobar en el espejo la ausencia en
la habitación y el vacío en el hueco de la cama.
Había inventado
diversas formas de aliarse con Morfeo y mano a mano derrotar a un insomnio que
era el único fiel que jamás lo dejaba de visitar, noche tras noche. Ojeaba tres
ejemplares encima de su mesilla de noche y elegía esta vez al azar, cuál de
ellos acabaría por caérsele en la cara cuando el sueño ganase la partida. Cogía
una pluma grabada en 1947 en aquella joyería elegante, Zafiro se llamaba como
la piedra preciosa, de un azul brillante que deslumbraba con solo mirarla de
soslayo. Agarraba la pluma imprimiendo el peso justo para poder ser deslizada
por el folio imaginando frases elocuentes con las que sorprender a su amada
cuando, cansada de buscar fuera, volviese a su encuentro buscando refugio entre
sus flácidos brazos. Nunca encontraba la sentencia perfecta que consiguiese
aunar y dar coherencia a sus sentimientos en plena ebullición adolescente, a su
edad aún se consideraba un chaval en cuanto a emociones se refiere.
Esta vez no había
tenido suerte, estaba despierto como si fuese pleno día y había desistido de
seguir intentando dormir por lo que deambulaba por la casa, de habitación en
habitación. Iba enlazando recuerdos que se hacían vívidos y traían al presente
sensaciones pasadas, discusiones combatidas con caricias, besos robados antes
de irse a trabajar y planes de futuro, de un futuro interrumpido por una
decisión postergada que había acabado por dar al traste con expectativas
comunes en el idioma de dos. Sus piernas no resistían ya tantas horas en vela y
acabaron por reclamar a gritos una tregua. Se sentó en el sofá, irguió la
cabeza y apoyó los codos en las piernas formando un ángulo recto con la
barbilla, esa era una postura que adoptaba cuando necesitaba pensar. Oh Dios
mío, dijo suspirando y soltando todo el cansancio acumulado en estos meses. No
se consideraba creyente salvo, como la mayoría de las personas, en situaciones
difíciles en las que se convierte en necesidad acudir a alguien buscando
consuelo o para ser el centro de la diana de toda culpa.
Los primeros rayos
del sol se colaban a través de la cortina y le despertaba del breve duerme-vela
en el que había caído rendido a última hora. Sólo el agua bien fría conseguiría
despejar sus ojos y desenredar sus cabellos enmarañados. Se había propuesto
justo antes de la cabezada, que esta vez saldría a la calle a esperar en el
banco de siempre, alentado por un pálpito o una intuición breve apenas
descifrable que le hacía creer que había llegado el momento del reencuentro.
Eligió de entre su
rebosante armario una camisa sobria en blanco roto a la que alegrar al combinar
con una corbata azul oscuro con lunares diminutos de una tonalidad inferior. Seleccionó
su pisa corbata favorito de la misma joyería que la pluma del desvelo con
detalles en oro y grabado con sus iniciales E.R.S. Unos pantalones de pinza,
ajustados a su cintura con un cinturón de cuero que dejaba a la vista un cuerpo
esmirriado que había ido perdiendo peso progresivamente. Como seña de identidad
y máxima elegancia unos náuticos recién limpiados con la paciencia y pulcritud
necesarias. Justo antes de salir, echó un vistazo en el espejo de la entrada,
se le había olvidado coger su mascota verde militar que apoyó con delicadeza
sobre su cabeza. Estaba listo, podía salir tranquilo.
Caminó con la
cadencia justa, imprimiendo en cada pisada una duda no resuelta de los días
pasados y afianzando la idea de que hoy iba a ser el gran día. Alargaba la
velocidad de sus pasos a la vez que ralentizaba su imaginación instalándose en
el ahora y disfrutando del silencio de un barrio que aún no había amanecido.
Llegó sin aliento, carcomido por la necesidad inherente de encontrar sentido a
su entusiasmo. Observó, con la distancia justa, el banco que también tenía
garabateada sus iniciales pero esta vez unidas a la de su amada formando un
todo armonioso que sí que daba sentido a la espera. Una paloma apoyaba sus
patas en el extremo del banco a la que consiguió apartar con un movimiento
sutil de su sombrero, descartando el mensaje que pudiese haberle traído. Y se
sentó sin más dilación, a esperar.
De repente reconoció
entre el aire circundante un aroma peculiar, una colonia que había estado
pegada a cada poro de su piel antaño, y giró la cabeza preso de una angustia
desmedida intentando cruzar su mirada con los ojos color miel que tanto había
echado de menos. Desafortunadamente no era su mujer, era otra señora con aires
de grandeza que se permitía llevar encima un perfume de tan alta categoría. Se
le encogió el corazón, se estremeció de los pies a la cabeza y se quedó vacío.
Decidió combatir la ansiedad tarareando su canción favorita esa con la que
inició el baile de bodas y que sirvió de preliminar de la noche de mayor sexo
de su vida, en la que besó sin parar y lamió por encima de sus posibilidades.
Con sólo entonar las primeras notas musicales era capaz de sentir las caricias de
esa noche y estuvo a punto de revivir el orgasmo más placentero de su
existencia.
Sintió una mano
posarse en su hombro, cerró los ojos intentando no despertar del sueño, los
abrió con temor por si se rompía la burbuja mágica que envolvía el ambiente y
se inclinó hacia atrás buscando el brazo al que pertenecía esa mano. Con la
suya propia agarró fuerte la mano y la dejó cinco segundos que a modo de cuenta
atrás le permitieron armarse de valor para alzar la mirada y reencontrarse con
ese ser que respiraba a su lado. “Buenas tardes amor, ¿se te ha hecho larga la
espera?” una pregunta impertinente que sobraba en el reencuentro tres años
después. Un silencio por respuesta y un grito contenido a la altura de la
garganta que aprisionaba el aire en sus pulmones impidiéndole respirar. “Aquí
me tienes mujer, sigo siendo tuyo” contestaron sus ojos y dos lagrimones
cayeron a borbotones por su mejilla. Unos dedos delicados rescataron las
lágrimas a medio camino provocando que se le erizaran los bellos de su piel, no
lo pudo evitar y los besó con mimo devolviéndole la vida.
La mujer que
ocultaba su impaciencia detrás de las gafas de sol acabó por guardar silencio,
obviando las excusas declamando con sus gestos el perdón de su hombre. No
existía justificación alguna para su ausencia salvo una aventura que había
durado más de lo debido, durante la que había aprendido que su alma estaba
incompleta y sólo encontraría consuelo regresando a casa. Se sentó a su lado
dejando caer todo el peso de la culpa sobre el banco y suspiró. Sería capaz de
perdonarte hasta que me hubieses sido infiel, se atrevió a pensar él. Le
vendería hasta mi alma al diablo por recuperar una vida en común contigo,
sentenció ella. Sus corazones acelerados sincronizaron sus latidos, las
inspiraciones a velocidad de vértigo se atropellaban con las espiraciones y les
temblaban hasta las arrugas de los rostros ya curtidos por el paso del tiempo.
Y, a modo de exhalación, ambos susurraron un te quiero, apenas audible,
demasiado mudo para ser verdad.
No hubo más
preguntas que las que inquirían sus ojos mientras aunaron sus ganas, desecharon
sus miedos y se entrelazaron en un abrazo. Las manos de él apretaban la espalda
de ella, atravesando hasta la ropa y acariciando la piel. La cabeza de ella
buscaba el hueco justo de la clavícula de su amor, donde reposar el desengaño y
coger fuerzas para arrepentirse de su partida. Se paró el tiempo, se congeló el
pánico y floreció el deseo. Un deseo de amarse más allá del tiempo perdido, por
encima de un futuro en común. Deshicieron el abrazo y encajaron sus manos de
manera perfecta, se levantaron del banco con sus iniciales dentro de un corazón
e iniciaron la vuelta a casa. A toda prisa, sin interrupciones, dispuestos a
quitarse la ropa a bocados a pesar de su edad o de que sus dedos temblorosos no
atinasen a desabrochar los botones de su blusa o bajar la cremallera de su
pantalón.
Se habían
equivocado, hasta el amante más desastroso hubiese recordado como desnudar al
otro cuando lo tuviese frente a frente. Embistió él despacio, con la velocidad
justa, sin hacer daño, no siendo traicionado por la falta de práctica. Se dejó
penetrar ella mientras dejaba caer su sujetador al suelo y contempló su silueta
demasiado madura en el espejo. Eran desmedidamente adultos casi rozaban el
límite de la ancianidad pero se descubrían el uno al otro como si fuesen niños,
traviesos, juguetones y divertidos. Estallaron de puro placer primero ella,
luego él… no importaba el orden, los dos habían conseguido sentirse plenos y
satisfechos. Exhaustos se esparramaron en la cama con las sábanas desordenadas
y la ropa desperdigada por la habitación.
Se hizo el silencio,
ya no había palabras lascivas, no existían las ansias por amarse, era el
momento de aterrizar. Aquí estaban los dos, tres años después de que ella
decidiese coger la puerta y marcharse, tres años en los que él se había vuelto
loco esperándola. Ahora fue él quien rompió el silencio para recoger todas sus
cosas, sacar del armario una maleta que había preparado meses atrás y en la que
aún había hueco para los libros de la mesilla testigos de su recién recobrada
sexualidad. Cerró la cremallera de la maleta, se vistió con calma mientras ella
desconcertada no daba crédito a lo que veían sus ojos. Se escuchó un portazo
seco y firme y una nota se coló por debajo de la puerta: “Tu partida me quitó
la vida, ahora pienso recuperarla. Hasta siempre, mi amor”
23
DE ABRIL DE 2013
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